domingo, 7 de abril de 2013

Anna Karenina, la historia de una mujer





En 1872, la mujer de un rico terrateniente se arrojó a las vías del tren cerca de la casa donde vivía León Tolstoi. Este suceso le proporcionó al escritor el punto de partida para la que muchos consideran la mejor novela de todos los tiempos, Anna Karenina, la historia de una mujer que, casada con el ministro de gobierno de San Petersburgo, madre de un hijo, y admirada ampliamente por su círculo social, parece tenerlo todo pero no tiene nada. Su vida, tan vacía, se llena de un sentimiento claro e inevitable cuando conoce a un joven oficial, el conde Alekséi Vrónsisi. Perdida y desesperadamente enamorada, Anna está atrapada entre la moralidad y la pasión, la culpa y la fugacidad de los sentimientos. Entre la realidad y el deseo, dos mundos que apenas se rozan, que difícilmente se confunden y que, al final, suelen alejarse de manera brusca y dolorosa.


Muchos afirman que Anna Karenina es la mejor novela de todos los tiempos. Sea o no el caso, es uno de los mejores ejemplos de novela psicológica del siglo XIX. Tolstoi analiza la motivación de los actos de los personajes, pero sin entrar en juicios morales. Junto con la narración omnisciente, Tolstoi emplea con frecuencia el monólogo interior, una innovación estilística en la novela que le permite presentar los pensamientos y sentimientos de sus personajes con íntimo detalle.
La rebelde Anna sucumbe a su atracción por un apuesto oficial y abandona su matrimonio carente de amor para embarcarse en una apasionada relación, condenada al fracaso desde el principió. Al hacerlo, sacrifca a su hija y se somete a la condenación de la alta sociedad rusa. La trágica historia de Anna se entreteje con el relato del
noviazgo y matrimonio de Konstantin Levin y Kitty Sherbatskaia, que recuerda al de Tolstoi y su esposa. En busca de la verdad, Levin expresa opiniones sobre la sociedad, la política y la religión contemporáneas, que a menudo son las del autor.



Anna Karenina - Fragmento
Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él. Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.

La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no comía en casa desde hacía tres días; los niños corrían libremente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La institutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente a la hora de comer; y el cochero y la ayudante de cocina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus haberes para irse.

El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero. Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla. De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.
¿Cómo era?, pensó, recordando su sueño. A ver, a ver... Alabin daba una comida en Darmstadt... Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de cristal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era eso, era algo más bonito todavía. Había también unos frascos, que luego resultaron ser mujeres...

Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió. ¡Qué bien estaba todo!. Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos. Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata. Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su mujer; la sonrisa desapareció de su rostro y arrugó el entrecejo.
–¡Ay, ay, ay! –se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.

Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible; pensó en la violenta situación en que se encontraba y pensó, sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.
–No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpable. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! –se repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en todos sus detalles.



Lo peor había sido aquel primer momento, cuando al regreso del teatro, alegre y satisfecho con una manzana en las manos para su mujer, no la había hallado en el salón; asustado, la había buscado en su gabinete, para encontrarla al fin en su dormitorio examinando aquella malhadada carta que lo había descubierto todo.
Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano, mirándole con una expresión de horror, de desesperación y de ira.

–¿Qué es esto? ¿Qué me dices de esto? –preguntó, señalando la carta.
Y ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban Arkadievich en aquel asunto no era el hecho en sí, sino la manera como había contestado entonces a su esposa.
Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en que se encontraba.

Así, en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o incluso permanecer indiferente ––cualquiera de aquellas actitudes habría sido preferible–, hizo una cosa ajena a su voluntad («reflejos cerebrales» , juzgó Esteban Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología): sonreír, sonreír con su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.
Aquella necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se había estremecido como bajo el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un torrente de palabras duras y apenas hubo terminado, huyó a refugiarse en su habitación.
Desde aquel momento, se había negado a ver a su marido. ¡Todo por aquella necia sonrisa!, pensaba Esteban Arkadievich. Y se repetía, desesperado, sin hallar respuesta a su pregunta: ¿Qué hacer, qué hacer?...


Lev Nikoláyevich Tolstoi, uno de los grandes de la literatura rusa del siglo XIX, nació el 28 de agosto de 1828 en Yásnaia Poliana, en la provincia de Tula en el seno de una familia perteneciente a la más antigua nobleza rusa. Su madre descendía de los antiguos príncipes de Volkonsky y su padre, Nikoláy Ilich Tolstoi, era conde. Tenía tres hermanos y una hermana: Serguéy, Nikoláy, Dmitri y María; el nacimiento de ésta le costó la vida de su madre cuando aún no cumplía los dos años y su padre muere de un ataque de apoplejía en 1838, Tolstói acababa de cumplir 10 años. Los hermanos se trasladan a Kazán, a la residencia de un tío paterno, Vladímir Ivánovich Yuskhov, donde Tolstói reside gran parte de su juventud estudiando en la Universidad de Kazán lenguas orientales, pero abandona sus estudios en 1847. Los termina en San Petersburgo en la escuela de Derecho.

Se traslada a Moscú con intención de buscar un empleo o un casamiento conveniente. En aquél período de indecisiones, acosado de deudas contraídas en el juego se declara la guerra con Turquía y su hermano Nikolái, teniente de artillerìa, lo insta a ir con él al Cáucaso. Al llegar al asentamiento de los cosacos, Tolstoi se desilusiona y se arrepiente de su viaje, pocos dìas después acompaña a su hermano que debía escoltar un convoy de enfermos hasta el fuerte de Stari-Yurt. Cruzan las fuentes termales de Goriachevodsk donde Tolstoi, algo reumático, aprovecha para tomar baños termales y conoce a la cosaca Márenka.

Tolstoi no pertenecía al ejército, pero en una de las campañas se conduce con gran valor, el comandante repara en él y tras unos exámenes Tolstoi ingresa en la brigada de artillería, en la misma batería que su hermano, como suboficial. Tiempo después consigue permiso para una cura reumática en las aguas termales en Piatigorsk, donde aburrido de pasar largas horas encerrado en su habitación se pone a escribir. Poco después de ser testigo de tantos sacrificios y heroìsmo en la campaña de Sebastópol se reintegra a la frívola vida de San Petersburgo, sintiendo un gran vacío e inutilidad. Tras ver la contradicción de su vivir cotidiano con su ideología, decidió dejar los lujos y mezclarse con los campesinos de Yásnaia Polyana. No obstante, no obligó a su familia a que lo siguiese y continuó viviendo junto a ellos en una gran parcela, lugar al cual con frecuencia sólo llegaba a dormir, gastando la mayor parte del día en el oficio de zapatero. Intentó renunciar a sus propiedades en favor de los pobres, aunque su familia, en especial su esposa, lo impididieron. Intentando huir de su casa murió en la estación ferroviaria de Astápovo el 20 de noviembre de 1910.

Sus más famosas obras son Guerra y Paz y Ana Karénina, obra que Tolstoi consideró su primera verdadera novela. El personaje de Anna parece que se inspiró en parte, en Maria Hartung, la hermana mayor del poeta ruso Alexander Pushkin.